lunes, 12 de marzo de 2007

Érase una vez una persona fuera de su cabeza

En el intervalo de tiempo que separa un paso de otro exactamente igual, un suspiro de un ahogo o un dos de un tres. En lo que tardas en bajar de un tren, parpadear y respirar... En ese instante mi cerebro fue capaz de ponerse del revés, desconectarse, evaporarse y salir al aire oculto entre el sudor frío que huía por los poros de mi cabeza. No sé qué pasó, intento entenderlo, pero realmente no fue nada. Y ese nada me perdió, porque pareció un mundo sin ser nada. No sabía qué dirección tomar, coger un metro más, el tren con destino a mi casa que debían estar anunciando por megafonía o simplemente salir corriendo hasta caer rendida. Me miraba desde fuera, desde arriba y me veía rodar sobre mi propio eje, como una peonza patosa. Me mareé y la gente me asfixiaba con sus andares lentos y sus miradas tiesas. Me senté entre nubes dispersas de plástico duro, frío y sucio, frente a unos paneles negros con letras blancas que giraban y giraban con desagradables ruidos secos y tartamudeantes, y que no dejaron de girar hasta más allá de medianoche, mi hora bruja... momento en que se quedaron inmóviles y mudos, y me di cuenta de que la gente ya no estaba y que aquel sonido callado todavía agrietaba más mis heridas arrancándome espesas lágrimas prisioneras de falso dolor. Los muros y el techo interminable de una estación vacía empezaron a moverse hacia mí, atraídos por la fuerza indomable de la soledad creciente del momento, y yo no encontraba allí mi rincón bajo una mesa donde poder ocultarme.
Una voz lejana que no tenía por qué estar y estuvo, y una opción cuando las opciones se acababan, salvaron el momento y no quedó en mí más que unos pocos residuos de tristeza que seguro irán perdiéndose con el tiempo. Aún sigo sin entender qué pasó, porque realmente no ocurrió nada. Sólo no entendí y me perdí en mí.

No hay comentarios: